Leyendo el primer tomo
de la obra completa de Giovanni Papini, encuentro la singular personalidad del
poeta Dino Campana, que ha estado en la Argentina, poeta y músico de la marina.
EL
POETA LOCO
(de
Giovanni Papini, en “Pasado remoto”, 1948.)
Hoy día se habla mucho
del poeta Dino Campana, y en torno a su
escasa obra se lleva a cabo un cuidadoso trabajo; ediciones críticas,
publicación de inéditos, estudio de variantes, ensayos exéticos y biográficos,
tesis de doctorado. Como fui el primero que publico cosas suyas en Lacerba y el
primero en hacerlo figurar en una antología, quiero decir como lo conocí y que
imagen me queda de él.
Escribió a Lacerba en el
año 1913, y Soffici y yo nos dimos cuenta en seguida de que no era uno de tantos
desconocidos pretenciosos vestidos de falsa humildad que envían sus
eyaculaciones verbales a las revistas. El primer encuentro con él tuvo lugar
una mañana de verano en el pequeño café Chinese, que estaba cerca de la vieja
estación derribada. Nos encontramos ante un hombre todavía joven, con el aspecto
un poco desmañado del gañan en la ciudad, de miradas huidizas, ya cándidas como
las de un niño, ya desconfiadas como las de un perseguido. Hablamos de poesía y
nos dio algunos manuscritos suyos. Comprendimos que había rodado mucho por el
mundo, más por la desesperación que con afán de busca, y que, conocía bastante
la moderna poesía francesa. Comprendimos, sobre todo, que era un enfermo del
espíritu no solamente atacado por el sagrado morbo de la poesía. Pero nosotros,
en aquel tiempo, preferimos mucho más a los locos a los sanos, de manera que
pusimos buena cara a él y a sus torturadas prosas.
Supimos que había nacido
en Marradi, hijo de un pobre maestro de escuela, que también él había estudiado
para maestro; que se había escapado de su casa y del pueblo, llevando la vida
del nómada andariego y soñador; que había transcurrido un cierto tiempo en Francia
y en Argentina.
Más tarde fue a vivir a
Florencia y nos encontramos a menudo en el café o por la calle. Tenía una constante
necesidad de salir de casa, paseaba día y noche, especialmente a lo largo del Arno,
y pasaba horas y horas sentado en los parapetos del rio. A veces buscaba la compañía
de la gente, a veces la rehuía y miraba mal a quien se arriesgaba a turba su
soledad. Había días en que se apasionaba hasta blando de sí mismo y del arte,
saltando gustoso de rama en rama; otros días estaba mudo y absorto, desconfiado
e inabordable. En las discusiones solía ser violento y casi amenazador. Raramente
reía, y su risa era triste a y a flor de labios. Casi siempre estaba
malhumorado y preocupado, como si quisiera desmadejar un ovillo duro y no
consiguiera encontrar el cabo.
Solía ir a las Giubbe
Rosse, al Paszkowski y al Gambrinus, y ofrecía en venta su librito de Canti Orfici,
pobremente impreso en Marradi. Pero antes de entregar el librito al comprador
lo miraba a la cara, luego hojeaba el volumen,
arrancaba algunas páginas.
-Estas -decía- no son adecuadas
para usted, es inútil que las lea.
Es más, me acuerdo que
el ejemplar que vendió a Marianetti arrancó casi todas las páginas.
A mí me dio, en cambio,
un ejemplar intacto, con una dedicatoria.
Demostraba importarle
mucho la dedicatoria all’ultimo dei tedeschi (1) que está al final del libro, y
nunca he comprendido bien su extraña admiración por Alemania. Tal vez se
imaginaba ser de origen nórdico, y de hecho, con su barba rubioleonada y sus ojos azul celestes, parecía más germánico
que mediterráneo. Sabia bastante bien el alemán y yo, para ayudarle, le había dado
para traducir una obrilla filosófica para la Cultura dell’anima, dirigida por
mí. Pero no se decidía nunca traérmelo. Afirmaba, sin embargo, que lo había terminado,
y un día, para convencerme, subí a la habitación donde vivía. Acorralado por mí,
sacó un paquete de cuartillas escritas, pero con gran maravilla por mi parte,
la mitad inferior de las hojas estaba quemada, y la superior ennegrecida por la
llama. Me dijo que había arrojado al fuego el manuscrito y que, luego lo había
recogido, medio quemado, para demostrarme que no había dio mentira, pero que no
quería rehacer ni publicar aquella traducción.
A veces le invitaba a
comer en mi casa, con tos amigos, pero solía llegar tardísimo, cuando ya nos
habíamos levantado de la mesa, y no quería aceptar nada, a pesar de mis ruegos
y de los de mi mujer. Decía que se había acordado demasiado tarde de la
invitación y que había venido solamente para darnos las gracias.
De vez en cuando volvía
a su pueblo, tal vez porque no conseguía acostumbrarse a vivir en la ciudad, o
por otras razones. Una vez me escribió desde
Marradi para pedirme unos manuscritos suyos que decía haberme entregado. Le contesté
la verdad, es decir, que no tenía nada suyo y que recordara mejor a quien se
los había dado. Entonces me escribió otra carta furibunda, en la que me
anunciaba que volvería a Florencia con un acuminato coltello para llevarse, por
las buenas o por las malas, sus preciosos escritos. Yo le repliqué que viniera
si quería y que le esperaba tranquilo porque a mí no me los había
entregado yo no podía restituirle lo que
no tenía. Pero luego no hizo nada y, pasado un tiempo, se dirigió de nuevo a mí
para que le encontrara toda costa un empleo, para librarse de un lazo que le
resultaba odioso. Por desgracia, yo no tenía ningún puesto para ofrecerle y no
hubiera sido fácil encontrar uno para un hombre tan inquieto y extravagante.
Durante bastante tiempo
no supe nada más de él, y no se dejó ver. Supe después, con dolor, pero con
asombro, que en 1919 había sido recluido, como enfermo peligroso, en el manicomio
de Castelpulci, donde murió en 1932. La piedad de algunos admiradores suyos –
entre los cuales, el primero, Piero Bargellini- le proporcionó un digno sepulcro
en la iglesia de la Badia, en Settimo. A la inauguración de este último asilo
del poeta loco asistía el ministro de educación nacional, Giussepe Bottai, en
medio de una turba de literatos de todas partes y escuelas.
Yo, como he dicho,
publiqué de nuevo algunas páginas suyas en la antología de los Poeti de’oggi,
aparecida en 1920, cuando Campana estaba todavía vivo, porque me parecía que su
poesía, aunque desigual y fragmentaria, tenía un singular significado propio y
merecía no ser olvidada. Pero confieso que no esperaba la infatuación de estos
últimos años alrededor de su obra.
Dino Campana tenía
indudablemente algunas de las cualidades que hacen al poeta: una sensibilidad
un poco turbia e insana, pero que palpaba al modo más allá de lo convencional;
una fantasía nostálgica que, a veces, se manifestaba en resonancias desusadas;
una sorda angustia, que raramente conseguía liberarse en un grito inspirado.
Pero, según creo, le faltaban demasiadas y, principalmente aquella conciencia y
dominio de sí mismo que únicamente permite llegar a la feliz afirmación del canto. Había en él
muchos acordes, acordes más sugeridos que victoriosamente expresados, pero no
había nunca la plenitud espiritual de la música, raptora de las almas.
Pero estos mismos defectos,
que se debían a su desorden mental, han parecido, en un tiempo que han olvidado
la genuinidad de la poesía perenne, señales y caminos de una nueva experiencia
poética.
A los herméticos italianos
les gustaba tener un precursor que no fuera, como los demás, francés o inglés,
aunque en Campana sean visibles las influencia de cierta lirica germánica o
gálica. Y al éxito de la obra de Campana han contribuido, además, otras razones
exteriores; el recuerdo de su vida errabunda y misteriosa; su final hundimiento
en la locura. Italia, que tuvo grandes poetas pero es pobre en poetes maudits,
se sintió satisfecha de tener un indígena al alcance de la mano, facsímil de Hölderlin,
el fugitivo enloquecido; de Rimbaud, el errante frenético. Dino Campana
quedará, creo, en la historia de nuestra poesía del siglo XX, pero, pasadas las
manías de la moda, en un rincón bastante más apartado del que quisieron
asignarle los aficionados (2) de nuestro días.
(1) al último alemán.
(2) en español en el original
(N.del T.)
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