domingo, 17 de diciembre de 2017

Sobre Aurora Venturini: o como los retardados y anormales transmiten sabiduría desde la escritura




El presente trabajo abordará distintos aspectos de la vida de Aurora Venturini, sobre su familia e infancia, su confesión católica, su Psicología, su contacto con escritores, sus  dos matrimonios, sus novelas, y su vejez.

Intro
Aurora Venturini (La Plata, Buenos Aires, Argentina; 1922 - 24 de noviembre de 2015) fue una novelista, cuentista, poetisa, traductora y ensayista argentina.
Le gustaba contar, repetir, incluir pequeñas modificaciones cada vez que pasaba revista a su derrotero de vida: su trabajo de psicóloga en la Dirección de Minoridad, allá por los años 40, haciendo frente a casos terribles de abuso o discapacidad que sirvieron de inspiración para sus personajes. La amistad con Eva Perón y cómo la había cuidado durante su agonía, soportando sus cambios de humor repentino y contándole chistes verdes que la hacían reír.
No era frecuente en esos años que una mujer pudiera acceder a la universidad, pero la joven se graduó en Filosofía y Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de La Plata en los años 40.
Estudió Filosofía y Ciencias de la Educación, disciplina que ejerció en el Escuela Normal Antonio Mentruyt de Banfield. Fue asesora en el Instituto de Psicología y Reeducación del Menor, donde conoció a Eva Perón.
En 1948 recibió de manos de Jorge Luis Borges el Premio Iniciación, por su libro El solitario. Formó parte de las Ediciones del Bosque, junto con otros importantes escritores platenses. Luego estudió Psicología en la Universidad de París, ciudad en la que se radicó durante 25 años tras la Revolución Libertadora. En Sicilia fue premiada con el Pirandello de Oro e hizo amistad con Salvatore Quasimodo.

 "Mi familia no era normal, mis hermanas eran retardadas, y yo también" 
 Nació en 1922, en La Plata, donde su familia, dizque de las familias fundadoras de la ciudad, tenía una finca en las afueras. El árbol genealógico se enreda en nombres impactantes: que la rama de la abuela materna desciende de Domingo Faustino Sarmiento, que la abuela paterna era prima de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el autor de El Gatopardo (en cuya casa de Sicilia dice haber escrito Nosotros, los Caserta).

En una de las paredes de la casa de Aurora Venturini hay una foto de cuando tenía cuatro años. En la foto se la ve usando vestido corto, zoquetes, zapatos con presilla. Se aferra, con una mano, a una canasta de mimbre repleta de flores de papel. De su cuello de nena corta, entre dos bucles de pelo oscuro, cuelga una cadena de oro.
A los cuatro años empezó su temprana relación con la literatura: escribía y recitaba con ademanes, como se usaba entonces. Ella se encargaba de echar leña al fuego del mito de la niña brillante y extraña, inteligente y antisocial.
Aurora Venturini vivía en aquella quinta con su madre y sus hermanas, recibiendo las visitas de un abuelo paterno, Juan Bautista Venturini, que fue quien, dice, la llevó por primera vez a Europa a sus cinco años y con quien iba al Teatro Colón a escuchar ópera.
—Una casa muy grande, campito a los dos lados. Viví ahí hasta los diecinueve años. Después me fui a vivir sola. Nunca fui sociable. Tenía que defender mi soledad para escribir. Yo escribo desde que tengo cuatro años. Mi madre era maestra. En mi casa había una biblioteca enorme, que era de mi abuelo Melo, que había sido periodista en el diario La Nación.
Aunque asegura haberlo comprado, se dice que fue su abuelo, Juan Bautista Venturini, quien le regaló el departamento para alejarla de una casa donde empezaba a ser tratada como una aberración.
—Escribí sobre ese abuelo en una novela que va a salir a fin de año, El sillón de mimbre. Él sale también en Los Caserta. Y una tía aparece en Las primas. Cuando se murió mi abuela esta tía corría por la casa con el cuerpo de la vieja, que ya estaba dura, y gritaba: “Mi mamá es mía”. Tuvieron que ponerle una inyección y dormirla para sacarle a la mamá. La tía ésa se murió. Pisó una flor.
—¿Cómo que pisó una flor?
—Sí. Había un cantero con flores, pisó, se resbaló y se desnucó. Eso está en la novela. La flor se llamaba “alegría del hogar”.
—Y su madre…
—Mamá murió de cáncer. Y bueno.
—Vos también sos flaca. Mi mamá era gordita. ¿Sos nerviosa?
—No.
—Yo sí. Y cuando espero, es un horror.
-¿Existe tía Nené?
–¿Cómo no va a existir? Vos leíste la novela. Todos los personajes que están en la novela existieron.
Recuerdos de la infancia difusos, enredados en los velos del tiempo: un chico llamado el Toto, estudiante de medicina, cuyo perfil espléndido le gustaba contemplar a contraluz; el hijo de un ladrillero que pasaba en bicicleta, que se parecía a Gary Cooper y al que nunca le habló; el Bebe Cook, un amigo con el que trepaba a la higuera a leer novelas que le prestaba el quiosquero.
–“Las primas” (su novela) soy yo, señorita, es mi familia. Nosotros no éramos normales. En casa todas mis hermanas eran retardadas... Y yo también.
–Fijate cómo ponés que yo digo de que en casa éramos todos retardados. Tengo algunas hermanas que viven todavía y que no piensan como yo.
Siguiendo lo que dice en la novela, se diría que no tuvo una buena relación con sus padres.
–Mi familia era radical. Mi papá me echó de casa, me expulsó de todo cuando supo que yo estaba con el peronismo. El nos había dejado y volvió un día solamente para eso. Después volvió a irse. No sé dónde ni cuándo murió. A mi madre tampoco la vi morir. Yo estaba de viaje. Yo no lloro. Nunca he llorado a nadie.
En una entrevista de diciembre de 2008, en el sitio web La pulseada, Aurora Venturini dijo: “A mi papá lo mandaron a trabajar a la cárcel de Ushuaia, hasta que luego la cerró Perón”. En otra, publicada por Página/12 en diciembre de 2007, dijo: “Mi padre tenía seis caballos. Era un gran jugador. […] Y papá se vino abajo jugando. Perdió todo y se fue. Mamá se quedó con nosotras, que no éramos gran cosa […] todo se vino abajo. Tuvo muchos hijos y muchos murieron […] Mi familia era radical. Mi papá me echó de casa, me expulsó de todo cuando supo que yo estaba con el peronismo. Él nos había dejado y volvió un día solamente para eso. Después volvió a irse”.
—Leí que su padre la echó de su casa, pero también que…
—No, eso es mentira. Nunca tuve relación con él. Él no sabía lo que yo hacía. No estaba casi nunca.
—¿Pero él se fue de su casa o…?
—Sí, mejor no decir. Para qué, no me gusta. Hay fantasmas que están todavía. Yo creo en fantasmas. Si hay dios, hay diablo.
Aurora Venturini es, siempre ha sido, una católica blindada.
El padre de Aurora Venturini era un militante del partido radical que, en los años treinta, fue detenido por motivos políticos y trasladado al penal de la ciudad de Ushuaia, de donde nunca regresó. El padre de Aurora Venturini era un militante radical a quien su propio partido envió a trabajar al penal de la ciudad de Ushuaia, cosa que hizo con éxito. El padre de Aurora Venturini era un militante radical a quien su propio partido envió a trabajar al penal de la ciudad de Ushuaia pero, al enterarse de que su hija mayor se había afiliado al partido peronista, regresó a La Plata, de donde era oriundo, sólo para echarla de su casa y volver a partir. El padre de Aurora Venturini era aficionado a las carreras de caballos y, después de perderlo todo en las apuestas, abandonó la ciudad de La Plata, de la que era oriundo, pero, al enterarse de que su hija mayor se había afiliado al partido peronista, regresó, sólo para echarla de su casa y volver a partir. El padre de Aurora Venturini desapareció de su casa de la ciudad de La Plata, de la que era oriundo, un día indeterminado de un año indeterminado y no regresó jamás. El padre de Aurora Venturini se llamaba Juan. El padre de Aurora Venturini no tiene nombre. Aurora Venturini no tiene padre: tiene versiones.
—Con la madre nunca se llevó bien —dice María Laura Fernández Berro—. Con la hermana, Ofelia, se ha llevado históricamente como el culo. Yo creo que quiere más al marido de Ofelia, que es médico, que le dice: “Te vas a morir”, y ella le dice: “Primero te vas a morir vos”, y entonces ella se levanta y camina. Aurora sabe qué decir para hacerte doler. Sabe dónde sos vulnerable y, si hace falta, ahí te pega. Ella dice que es la mujer más mala de la tierra porque la maltrataron, y si no, no sobrevivía.
En una entrevista que publicó el periódico argentino La voz del interior en 2011, Aurora Venturini decía: “Yo tenía una hermanita muy mimada y un hermano deforme. Mi madre decía que él era deforme porque yo había tenido rubeola. Yo creía eso y vivía mal, culpable, tratando de lastimar porque a mí me lastimaban”.
—¿Sus hermanas eran todas mujeres?
—Había un varón. Pero murió. No era muy normal el pobre. Yo tampoco soy muy normal. Yo no crecí mucho. Yo debo ser una deficiente recuperada. Lo que cuenta Las primas no pasó en mi casa, pero fue parecido. Yo nunca entendí la vida de los otros. Lo único que tengo es la literatura.
—Yo creo que ese hermano nunca existió —dice María Laura Fernández Berro—. Ella dijo en muchas entrevistas que la madre la hizo cargo de ese chico, que lo tuvo que cuidar hasta que se murió, pero la hermana, Ofelia, dice: “Nunca tuvimos un hermanito así. ¿Por qué hace eso?”. Se indigna.
—El otro día vino mi cuñado, que andaba con incontinencia urinaria, y estaba María Laura, y le pregunto: “¿Cómo andás del pitolón?”. No sabés cómo se puso. Yo soy la mayor de las hermanas. Tengo una que se llama María de los Ángeles del Corazón de Jesús. Casada con un banquero. Parece mentira que sea maestra, pobrecita. Ninguna fue a la universidad. Son maestras nomás. Yo le digo a mi hermana Ofelia cosas terribles y se asusta. La vez pasada se fue a Uruguay con el marido, y vino una tormenta horrible. La llamé y le dije: “Me alegré mucho por la tormenta. ¿Te agarró por el camino?”. A mí me encanta asustar a la gente. Cómo me gusta asustar a la gente. Pero nadie jugó conmigo, nunca.
—¿Y Yuna?
—Yuna es una prima, que es hija de primos y salió medio medio. Se casó tres veces. A veces viene. Se sienta acá y empieza: “Aurorita, que inteligente que sos. ¿Cómo hacés para mandar palabras por ese piolín?”, dice, mirando la computadora. Yo a la computadora le digo “la negra puta”, y la uso nada más que para mandar mensajes. Pero ella me dice: “¿Y no se cae ninguna letra?”. Qué extraordinario. Cuando se casó por tercera vez vino y me dijo: “Te tengo que contar algo pero te vas a enojar”. Le dije: “No, cómo me voy a enojar, contame”. “Me caso otra vez”, me dice. “Ay, pero qué suerte, ¿cómo lo conseguiste?”. “No lo conseguí, él se me declaró”. Ella iba a la feria con la canastita, a comprar. Y el señor tenía un puesto de queso. El del puesto de queso, era. “Se enamoró”, me dice. “¿Y vos también?”, le digo. “No, pero para no estar sola, viste. ¿Querés que te lo presente?”. “Bueno, sí, traelo”. Y lo tenía ahí afuera, preparado. Entró el señor. “Ahora —dijo el señor—, no voy a vender más queso, voy a poner a alguien a que venda, porque ya tengo esposa”. Tienen una casa de dos pisos, preciosa. Si vieras qué bien que está.
—¿Su prima se reconoció en el libro?
—Alguien se lo dijo y me llamó enojada. “Me dijeron que en el libro Las primas, de Aurora Venturini, salgo yo”. “Pero no”, le dije. “Ah, bueno”, me dijo.
Sobre su sobrino dice:“Pero yo no estaba casada. Era una ausente. Yo no era para eso. Era una isleña. Como mi sobrino Gustavo. Ése también es un isleño. Hay sujetos que llegan a un punto que son autistas. No es mi caso, porque yo me expreso con la literatura.”
Su sobrino dice:
—La relación más cercana que tengo es con ella, con la tía Aurora. Desde que yo era chico nos llevamos bien.
Gustavo Castro es hijo de Ofelia, la hermana de Aurora Venturini, y su sobrino preferido.
—Yo me acuerdo de la quinta de City Bell. Era un chalet muy lindo, grande, con fondo, algunos árboles. Uno de los mejores recuerdos que tengo es de los viajes que hacíamos a San Telmo, a los anticuarios. Un día entramos a uno y me compró una estatuilla de marfil, un pescador. Todavía la conservo.
Gustavo Castro está casado desde hace trece años, tiene un hijo de once y otro de ocho. Se dedica al tendido de redes, pero lo que le gusta hacer es esculpir en hierro, caminar en soledad, comprar chucherías en las ferias —radios viejas, herramientas que ya nadie usa— a las que él llama “antigüedades”.
—El gusto por las antigüedades me viene de ella, pero compro cosas baratas, porque no me alcanza para más. Yo voy a verla día por medio, todas las noches. Ella siempre está ahí. Vos abrís la puerta y ella está ahí. Y esa imagen de Aurora sentada con sus libros la tengo desde chico. Mi tía es atemporal. No tiene obstáculos. Qué obstáculo más grande que la muerte, y ella salió.
—¿Hablan de su vida?
—Generalmente de la vida de ella no hablamos.
—¿Con tu mamá cómo se lleva?
—Bien, muy bien.
—¿Y te habla de su hermano, del chico que murió cuando era chico?
—No, no hay cosa que a veces no… cosas que uno no pregunta.
Sobre su infancia, ella dice: “Juntaba huevos de pato. Buscaba, sin encontrar, al basilisco, que, si te mira, te convierte en piedra. Como la convencieron de que los chicos nacían de los repollos empezó a escudriñar los repollos que llegaban a la casa. Una tía soltera le decía: “Si encontrás un chico, traelo”. Una vez se tragó sin querer un Niño Dios de mármol que venía en el pan dulce importado de Alemania. Todavía, a veces, se pregunta si llevará esa lágrima de mármol, esa semilla estéril en la panza.”
Fue alumna de la escuela Miss Mary O’Graham, un colegio privado donde cursó primario y secundario y, aunque tenía diez en todas las materias, su clasificación en conducta era regular.
—No me portaba mal, pero era rebelde. En la clase de religión dije que me parecía mal que Adán se hubiera casado con Eva, porque si era de una costilla de él, entonces era la hija. Fue un escándalo. Las maestras nos pegaban. Y en casa nos decían: “Si la señorita les pega, no importa, ustedes aguanten porque la señorita nació en Lyon”. Nos tenían frenados a nosotros. De qué manera.
—¿Era muy terrible?
—No. Era terrible para ellos. Yo era solitaria. Una isleña. Me compraba una revista y leía una novela que traía adherida, subida a un árbol. “Machona, bájese de ahí”, gritaba mi mamá. Yo era como un erizo. Y bueno, así es la vida, y siguió siendo siempre.
—¿Cómo se llevaba con sus hermanas?
—Bien, nunca fuimos muy unidas, pero no había discusiones.

Su juventud y viuda dos veces


En el comedor hay un retrato suyo en carbonilla, del año 1961, donde se le ve con una camisa abierta, aros de perlas, el pelo corto y abultado.
—Era bonita. Nunca tuve problemas con los hombres, pero mi interés pasaba por otro lado. Yo admiraba a mis profesores.
—¿Y nunca se enamoró de un profesor?
—No. Jamás.
—¿Cuando usted le dijo a su madre que iba a estudiar Filosofía, ella estuvo de acuerdo?
—Mi madre hubiera querido que yo supiera coser. En esa época, las mujeres no iban a la universidad.
¿Qué hizo cuando su padre la echó de casa?
–No. Para ese momento ya era universitaria y además tenía mi departamentito, ese que aparece en Las primas, que me había comprado en Miraflores frente al bosque. Mejor para mí. Yo quería irme. Además, tenía unos ochocientos novios. No era ninguna santa. Me parecía una estupidez la virginidad, yo era como las chicas de ahora. Es que en la facultad éramos muy pocas... Igual, con los compañeros de la facultad nunca tuve nada. Nos portábamos muy bien ahí adentro.
Aunque se casó dos veces –una con “un juez de derechas”, otra con el historiador revisionista Fermín Chávez–, la escritora proclamaba a quien tuviera enfrente que no servía para el matrimonio. “No sé hacer nada: no cocino, no limpio, no quiero hijos. Soy difícil. Mis matrimonios fueron Vilcapugio y Ayohuma.”
Le habla a su empleada. La mujer dice: “Bueno”, toma su bolso, intercambian algunas bromas en código privado (“No aceptes caramelitos por la calle”, cosas así). Cuando se va, Aurora dice:
—Tiene ocho hijos. Yo de pensar en la barriga me muero de horror. Ahora tengo la panza que es un asco por las operaciones, pero la panza gorda, con algo adentro, siempre me espantó. Seré anormal, pero imaginate la pobre mujer haciendo fuerza, qué espanto.
—¿Por qué se casó?
—Qué sé yo. Estaría aburrida. Era lindo el juez. Qué va a ser. No pudo ser lo que tendría que haber sido.
Y lo que tendría que haber sido se llamaba Julio Hirsch, era fundador del club de futbol Estudiantes de La Plata, estaba casado y tenía dos hijos.
—Yo era muy joven, pero era imposible. Dicen que cuando es, es imposible. Así dicen. Era casado. En esa época un hombre casado era sagrado. Éramos realmente el uno para el otro, pero a destiempo. Él era más grande, era un profesor. Fue una cosa interrumpida, divina, insuperable, inolvidable. Quiso venir conmigo, pero la mujer se opuso. Yo no tengo ni un retrato de él. El hijo vivió hasta hace poco. Le hablé por teléfono. Le dije: “Mirá, por qué no te llevo bombones, me das un retrato de tu padre”. Me dijo: “Bueno, vení”. Pero se ve que la mujer le dijo: “No”. Me llamó un día y me dijo: “Hay impedimentos de familia”. Después se murió, el hijo. Un muchacho grande. De mi edad.
—¿La mujer de él sabía lo que estaba pasando entre ustedes?
—Lo sabía toda la ciudad. La ciudad era chica. Fue un escándalo. Yo tenía diecipocos y él treinta, profesor de secundario, médico. Pero después ya estaba la política, y entonces ahí lo dejé de ver. Él era conservador. Yo peronista. No podía ser.
—Habrá sufrido.
—Él también. Pero se saca. Como uno se saca una muela. Y se acabó.
Jamás dice Julio, jamás dice Hirsch. Hace, en cambio, un gesto: se encoge de hombros, baja los párpados, tuerce la boca.
—Él aparece en todos mis libros. Como figura masculina. Ya ves que las cosas siempre sirven para algo, nena. Aunque sea para argumentos.
Así brotaba lo que se arrancó.
—Él tenía treinta y ella diecinueve, y eso fue un escándalo en la casa —dice María Laura Fernández Berro—. La querían matar. Era una aberración. Era un suicidio. Ponerse en boca de todos, que la discriminaran. Un poeta les prestaba la casa para que fueran ahí, pero él no se atrevió, se quedó con la mujer. Ella se fue a ese departamento que le dio el abuelo. Unos años después se reencontraron en el colegio Normal Uno, donde Aurora daba clases, y él se acercó con cierto deseo y ella lo rechazó. En las novelas que están inéditas dice que en la muerte se van a reencontrar. No tiene fotos, pero dice que era hermoso.
Aurora Venturini regresó de París en 1975, un año antes de que empezara la dictadura militar en el país, que duraría hasta 1983, y dice que, aunque la echaron de todos los colegios en los que daba clase, los militares no le hicieron nada.
—¿De qué vivió?
—Estaba casada con el juez. Publicaba algo en el diario El Día, de La Plata. Mi juez era de derecha. Un hombre mayor. Un buen tipo. Estaba emparentado con militares. No estaba de acuerdo conmigo pero nos respetábamos. Estaba inválido. Mala suerte. Sufría de diabetes. Le habían amputado la pierna. Tenía su jubilación importante. Vivimos un tiempo en una quinta de City Bell, en las afueras de La Plata. Cuando se enfermó, no quiso que lo vieran así, y nos fuimos al campo. Ahí él podía salir con su silla. En fin. Ya pasó todo eso.
—¿Le gustaba estar ahí?
—Sí, pero era triste, porque la quinta estaba dividida. En un lado estaba mi marido, con los enfermeros y todo eso. Yo no lo cuidaba. Me impresionaba. Y del otro lado estaba yo, con los perros.
—Y con las muñecas.
—Las vendí. ¿Cómo sabías?
Durante muchos años, en esa casa de City Bell, Aurora Venturini tuvo una colección de ciento setenta y cinco muñecas. Alemanas, francesas, gitanas, clásicas, de cera, de trapo. Las sacaba al sol, les planchaba la ropa.
—Tenía la idea de que las muñecas tenían el espíritu de los chicos desaparecidos durante la dictadura. Cuando desapareció Pupi Fonrouge me entró una desesperación.
Pupi Fonrouge era Julia Esther Pozzo Fonrouge, secuestrada el 29 de julio de 1976 a los veintiún años, hija de amigos de Aurora Venturini.
—Ahí me puse a buscar una muñeca. Fui a varios anticuarios y nadie tenía. Me fui a San Telmo, a Buenos Aires. Entré en un negocio y me dice la señora: “Tengo una, pero está toda añicada”. Le dije: “Bueno, se la compro”. Me fui a tomar el ómnibus a City Bell. Llego a mi casa y preparo todo para repararla. Estaba rota en la cabecita. Y la empiezo a reparar y cuando le armo el cuellito le veo la firma: Cranach. Que era un alemán que hacía muñecas en el siglo XVI. Escrito en gótica.
—¿Lucas Cranach? ¿No era pintor?
—Y cuando veo la firma, por encima del hombro veo que hay alguien. Atrás. Un hombre con una capa. Me di un susto. Pero me di vuelta y no había nadie. Y la muñeca me estaba saliendo correcta. Ni se le veían las cicatrices. Hasta parecía que me decía: “Upa”. Me tuvieron mal esas muñequitas. Cuando se terminó la maldita revolución de los militares me pareció que se habían vaciado de los espíritus de los chicos y las puse en venta. No me dio pena ni nada. Todas juntas se fueron. Me pagaron muy bien. Pude pintar toda la casa con eso. Había una que tenía una leyenda que decía Ad maiorem Dei gloriam, “Para mayor gloria de Dios”.
—¿Por qué tenía esa leyenda?
—Era una de las muñecas que hacían en los conventos las monjas, para protegerse de las brujerías.
Aurora Venturini podría momificar a un niño, envolviéndolo en finas vendas de terror
—¿Hace mucho que vive en esta casa?
—Antes vivía en Buenos Aires. Porque me casé con Fermín Chávez. Muy importante, pero un borracho espantoso. Diecisiete años estuve. No se bañaba. Fue un error. Un error y un horror. El vino lo volvió loco. Fue horrible, horrible. Al final yo me fui, y lo iba a ver a veces porque me daba pena. Son las pruebas de Dios. Pero yo no estaba casada. Era una ausente. Yo no era para eso. Era una isleña. Como mi sobrino Gustavo. Ése también es un isleño. Hay sujetos que llegan a un punto que son autistas. No es mi caso, porque yo me expreso con la literatura.
Se sabe que su primer marido fue un juez, de nombre Eduardo, y el segundo Fermín Chávez, un historiador muy conocido, pero no quedan claras las circunstancias en las que los conoció ni los motivos por los cuales se casó con ellos.
—Soy una inútil. No sé cocinar ni un huevo frito. No puedo. Me da asco. Hay muchas cosas que me causan repugnancia.
—¿Por ejemplo?
—Algo tremendo es tener que dormir con otra persona.
—Pero con sus dos maridos habrá tenido que convivir.
—Cada quilombo que había yo me rajaba. Me iba a Europa. Siempre tuve el pasaporte en regla. Para rajar. Yo no aguanto. Ellos se casaron porque insistieron. Pero a veces digo, que Dios me perdone, por qué hacer eso con la gente… Eso no se hace. Fue peor para ellos que para mí. Yo soy amable, pero puedo ser ríspida. Yo estoy en paz cuando escribo, nada más.
—¿No se podía divorciar?
—No. Soy viuda de los dos. Me casé por Iglesia y eso es un sacramento.
Y esa decisión de no tener hijos. “Yo mato a los hombres, los hombres que están conmigo se mueren”. Parece que ella siente que ha sido un poco egoísta con ellos.

 “Conocí a Borges, conocí a Eva (Duarte)”

Mantiene buenos recuerdos de dos figuras antagónicas.
¿Cómo fue que se hizo peronista?
–Por hartazgo. Me harté de la platería, de los chismes, de esto está bien y esto está mal. Hay que hacer así para que no se diga que hiciste asá. Mirá, mi tía Nené por ejemplo, te agarraba la muñeca. A ver, mostrame la tuya. Bueno, ¿ves? a vos te habría dicho: “Ay, qué linda, tenés una muñeca bien chiquita. Eso significa que tus antepasados no han tenido que yugar para ganarse el pan, no han trabajado. Querida, pertenecés a una casta superior a la que no pertenece la gente que tiene la muñeca regordeta”. ¿A vos te parece tener que escuchar esas pavadas? Por eso me hice peronista. Además siempre me gustaron los pobres.
¿Cómo conoció a Eva Perón?
–Yo trabajaba en Minoridad. En esa época estaba Mercante de gobernador. Llamé a la señora de Mercante, a quien yo le hacía los discursos –sí, yo escribí discursos para otros y escribí hasta poemas para señoras ricas que querían sentirse poetas, qué querés, hay que vivir– y le pedí que me presentara a Eva, que yo quería trabajar con ella. Teníamos la misma edad. Ella tendría 85 si viviera. Qué lástima. Tan bella era, tenía un cutis increíble, yo la quería mucho a esa mujer. Nos hicimos muy amigas e hicimos mucha obra. Soy amiga de las Duarte también. Todo lo que dicen de las muchachas no es cierto. Las Duarte fueron: Elisa de Arrieta, que era contadora y trabajaba en el correo, después venía Blanca, que era maestra, Juancito, que no era lo que dicen (qué bien bailaba), la que sigue es Erminda que con Evita, que venía un año después, parecían mellizas. Evita se le escapó a la madre. Cuando se vino a Buenos Aires se vino sin que supiera. Se quería morir la vieja.
La secretaria se inquieta. Sabe que Aurora puede decir cosas mucho más interesantes, conoce muchas anécdotas que nadie sabe y que seguramente a ella le ha contado hasta el cansancio. “Contá la de los dientes”, dice Marta desde la otra habitación. Y entonces Aurora empieza:
–Ah, sí. Estábamos en la Fundación. Si hay algo que Evita no podía ver era gente sin dientes. Enseguida les decía: “Che, vos tenés mal el comedor, te faltan sillas”. Una vez, estábamos ahí, y se aparece un viejo de acá de La Plata, le faltaban casi todos los dientes. Evita en cuanto lo ve, inmediatamente lo manda a arreglarse la boca. En la Fundación había de todo, mecánicos, dentistas, así que enseguida el viejo tuvo su dentadura nueva. Pasaron unos meses que no lo veíamos y entonces yo le dije a Evita: “Lo voy a ir a ver”. Cuando llego a la casa, me sonríe y veo que está igual que antes. “¿Cómo es posible que siga sin dientes, hombre?”, le digo, “¿qué pasó con la dentadura?”. Y entonces me señala con el dedo la pared. ¿Vos podés creer? El tipo los tenía colgados de recuerdo. ¡Los había enmarcado!
¿Cuál es la escena que sigue recordando cuando se acuerda de Eva?
–Me quedaba con ella hasta la noche. Pobrecita, no daba más y seguía. Fue una gran mujer. ¿Me vas a preguntar por Perón después? De él no puedo decir nada ni nunca diré nada. Cuando estaba muy enferma yo me acostaba al lado de ella. Y siempre lo mismo: Aurorita, contame un cuento verde. Soy muy buena para los cuentos verdes. (Aquí accede al pedido y luego de ofrecer un menú con chistes verdes criollos, polacos, judíos y franceses opta por el que empieza “iba un padre y sus dos hijos arriba de un burro”.) Y cuando no me pedía que contara un chiste, me decía: Aurora, hablame de Heráclito. Le encantaba que le hablara de Heráclito y el tiempo. Yo le decía: “El tiempo es una entidad, una cosa, metafísica, más allá de la física. Eva, el tiempo no corre, el tiempo está tenso. En cambio nosotros y las cosas nos vamos”. “Ay Aurora –me decía Eva– cómo me gustaría ser heracliana para no irme tan pronto.”
La escritora Aurora Venturini, que trabajó como psicóloga en la Fundación Eva Perón compartió en una entrevista el siguiente recuerdo sobre la infancia de Evita que le contara su madre:
“Me contaba doña Juana, su mamá, que se escapaba de la escuela y se iba a pasar las tardes con los indios que quedaban en Los Toldos, les organizaba quermeses y rifas, bailaba folclore con ellos.(…)
Eva Perón trabajó personalmente recibiendo a personas y familias necesitadas de ayuda social.
A la Fundación llegaba a las ocho de la mañana y se iba a las cuatro del día siguiente. Las piernas se le hinchaban, se sacaba los zapatos debajo del escritorio y quedaba descalza... había que verla de cerca, en el trato diario, podía ser insoportable de tan inmediata. Cuando me decía a mí o a otros «esto lo quiero para mañana», había que tenerlo listo porque si no se le escapaban insultos gruesos, descargaba toda su rabia en el que tenía adelante, le saltaba la bronca. Era difícil estar con ella en esos momentos. Después, la entendí: se le acababa el tiempo, estaba muy apurada... Me acuerdo del chico de las moscas. Yo la había acompañado a una recorrida por las barriadas pobres. Por entonces, las villas eran buenas, se podía entrar, no había violencia, sólo pobreza, mucha pobreza. Se nos acercó un chico que tenía la cabecita completamente negra… eran moscas. Evita no se contuvo y se largó a llorar, después pidió que lo lleváramos al hospital donde se curó, pero a ella nunca se le fue la impresión. Esas cosas le daban una rabia inmensa, se volvía loca.”
Bien entrados los años cuarenta, la mujer del gobernador de la provincia, un hombre de apellido Mercante, le presentó a Eva Perón que estaba poniendo en marcha la fundación que llevaba su nombre y que asistió, en materias como educación, salud y vivienda, a familias carenciadas, madres solteras, estudiantes jóvenes.
—Yo empecé a trabajar en la fundación y nos hicimos amigas. Evita no era letrada, pero tenía una inteligencia natural, como surgida de la tierra.
—¿Eran amigas muy cercanas?
—Sí. Ella me pedía que le contara chistes verdes. Se le hinchaban los pies al final del día, de tanto trabajar. Cuando Eva se murió, en el cincuenta y dos, yo estaba en la habitación de al lado.
—¿Le quedó algo de ella?
—Qué me va a quedar. El recuerdo.
El premio La Iniciación, que recibió de manos de Borges en 1948 por El solitario.
—Conocí a Borges. Conocí a Eva. Se le hinchaban los pies de tanto trabajar. Pero no soy vieja. No siento mi edad porque no la tengo. Y soy natural, no me hice nada. Este cutis es mío.

Con la Revolución Libertadora o Fusiladora
En 1954 se fue a París y regresó en 1955, sólo para encontrarse con la Revolución Libertadora que había derrocado a Perón y, por ser peronista y por las cosas que hizo durante 1956 —básicamente, dice, tirar bombas molotov (“yo hacía unas molotov bárbaras”)—, la detuvieron.
Comentaba su participación en la resistencia peronista en el 56 y daba una breve lección sobre cómo hacerlas: “Agarrás una botella, dejás un vacío, ponés el inflamable, la pila de estopa, una bochita, la prendés y la tirás”.
—Me llevaron al departamento de policía. Me pegaron. Me destruyeron los dedos de los pies caminándome encima con las botas. Cuando pensaron que me moría me tiraron por la calle.
“Yo no hacía política, pero había trabajado para el Estado, era amiga de Evita y basta. Pasaron cosas tremendas en el cautiverio pero no importan: les pasaron a todos los que estuvieron presos. Después me tiraron a la calle. En esa primera dictadura si no te fusilaban, te tiraban a la calle. En la segunda te tiraban al mar; en los 50 eso no se les había ocurrido. Yo no tenía plata para el pasaje, pero un pariente me lo sacó. Por suerte tenía el pasaporte en orden, porque había viajado el año anterior. Acá hacía un frío espantoso, en Francia un calor brutal. Me fui al Barrio Latino, que ya conocía, y busqué trabajo de cualquier cosa. Escribía en diarios, traducía. Veía en televisión lo que pasaba acá. Lo pasaban. Qué espanto. ¿Cuántos años llevamos sin revolución ahora? ¿Treinta? Ay, entonces a lo mejor nos hemos curado. Ojalá.”

“Siempre ha sido una católica blindada”

Tiene un diploma de honor de la Asociación de Escritoras y Escritores Católicos, de 1969. Por la ventana se ven, en un patio interno, un tendedero con sábanas, una parrilla. En el escritorio hay una máquina de escribir eléctrica, una imagen de Cristo y otra de la Virgen, un par de chinelas, un enchufe. Adherida a uno de los paños de la ventana, una calcomanía de Eva Perón.
Además de tener fe en la infinita bondad de Dios Padre y en la reencarnación de los muertos, Aurora Venturini cree en el lado áspero de las cosas. En el pliegue rugoso donde se esconden la magia negra y la brujería, la furia invisible de los desencarnados, la legión de los que odian a los vivos.
—Hay fantasmas. Siempre son de alguien que uno conoce. Yo sentí los empujones de un fantasma. Alguien que te empuja y te tira contra una pared y te vuelve a empujar y te tira contra otra pared. Cuando estábamos trabajando con María Laura en el libro del padre Mancuso, habíamos puesto los papeles en la mesa y cuando los fuimos a buscar estaban todos revueltos. Yo soy la viva representación de que esas cosas existen. Lo que me pasa ahora es un vestigio de lo que me pasó.
—Leí que su padre la echó de su casa, pero también que…
—No, eso es mentira. Nunca tuve relación con él. Él no sabía lo que yo hacía. No estaba casi nunca.
—¿Pero él se fue de su casa o…?
—Sí, mejor no decir. Para qué, no me gusta. Hay fantasmas que están todavía. Yo creo en fantasmas. Si hay dios, hay diablo.
Aurora Venturini es, siempre ha sido, una católica blindada.
Los seres humanos hacen o dejan de hacer cosas por diversas causas: por superstición, por un dios al que le tienen prometido, por una consigna alimentaria, por sugerencia de un gurú. Aurora Venturini cree que la única fuerza capaz de domar la moral de los hombres es la existencia del infierno.
—¿Y por qué alguien como usted iría al infierno?
—Tengo las mías. Santita no soy.
—Pero para ir al infierno debería ser algo grave.
—Matar.
—¿A quién mató?
—Y, en 1956, con las bombas que poníamos… No te vas a quedar para comprobar, pero claro que sí. Feas cosas. Éramos bravos.
La voz del padre Carlos Mancuso suena tranquila a pesar de que en la parroquia tiene dos líneas telefónicas y, mientras habla por una, cada pocos minutos suena la otra y él se excusa, atiende, escucha y dice: “Ahora estoy hablando por otra línea, pero llámeme entre las seis y las siete”. La situación se repite, al menos, quince veces a lo largo de una hora, de modo que es probable que, entre las seis y las siete, el padre Mancuso, capellán del Colegio Corazón Eucarístico de Jesús y confesor del Seminario San José del Monasterio de las Madres Carmelitas de La Plata, declarado exorcista de la Archidiócesis por el arzobispo monseñor Héctor Aguer y autor del libro Mano a mano con el diablo, crónicas de un cura exorcista, que en 2012 y con prólogo de Aurora Venturini publicó editorial Sudamericana, tenga que repetir, muchas veces: “Ahora no puedo, estoy hablando por otra línea, llámeme entre las siete y las ocho”.
—Aurora es una mujer muy lúcida. Vino a verme hará tal vez tres años, porque no podía liberarse del vicio de fumar. Yo le di una bendición, y ella da su testimonio de que a partir de ese momento nunca más sintió esa compulsión de gran fumadora que la había abatido. La bendición ha sido reparadora de sus energías.
—¿Le ha hablado de sus experiencias con… le ha dicho que sintió que la empujaban?
—¿Le ha contado eso? Bueno, sí, ella se asusta a veces. Se atemoriza con la presencia del mal. Tal vez es o tal vez no es la presencia del mal. Pero ella está amparada por la mano del Altísimo. Aurora es una mujer de una inteligencia muy destacada. Es muy capaz y muy equilibrada, de modo que cuando ella dice: “A mí me empujan”, no hay que tomarlo como delirio. Yo le quito importancia, porque si no es agregar leña al fuego. A mí me da la sensación de que Aurora tuvo esa experiencia una sola vez y yo lo que aconsejo es “no se haga problema. Si no la afecta, siga viviendo y quede en paz”.
“Porque lo sobrenatural de la Bestia es múltiple y legionario y se expresa tanto con gravedad tonal como con trinos de ave. Me consta el poder sanador exorcizante del padre Carlos. Yo era fumadora de tres atados diarios […] El padre Carlos me atendió casi en silencio, con las manos juntas en actitud votiva […] y me bendijo sin solemnidad […] Ya en mi departamento advertí el alivio. No he vuelto a fumar desde hace largos años”, escribió Aurora Venturini en el prólogo de Mano a mano con el diablo. Es un encanto el padre Mancuso.
—Yo lo vi hacer un exorcismo al padre Mancuso. El hombre estaba sentado, triste, y el padre empezó a hablar y el hombre empezó a erizarse y le dijo: “Cura cagón”. Y se le fue encima y el padre lo dominó. El tipo rugía, pegaba patadas. Y el padre rezaba. Y entonces le sale al hombre una voz finita: “No me hagas daño”. Y el padre lo sacude y se sienta. Y el hombre se fue. Espantoso, ¿no? El infierno existe. Mientras estaba en coma soñé que me quemaba sobre una parrilla. Yo le estaba contando eso al padre Mancuso, que el diablo me decía: “Estás muerta”, y yo: “No, no estoy muerta”. Y entonces el padre me dijo: “Y yo puse la escalera, ¿no?”. Y se me cayó el alma, porque en efecto en el sueño el padre Carlos aparecía con una escalera y me salvaba, y yo todavía no se lo había contado. Así que no fue un sueño. Yo estuve en el infierno.
El 27 de abril de 2011, el día en que tuvo el accidente, Aurora Venturini regresaba del banco cuando vio, en la mesa del comedor, el diario El Día.
—Estaba abierto y leo una noticia de la muerte de alguien. Grande, en dos páginas. Y digo: “Bueno, que se embrome, era una persona mala”. Y me voy al dormitorio, me caigo y me rompo todo. Y esa necrológica no era cierta.
—¿Se habían equivocado al publicarla?
—No. No había ninguna noticia. Leí algo que no existía.
—¿La persona está viva?
—Sí. Diabólico, ¿eh?
—Tiene fama de brava —dice María Laura Fernández Berro—. Una vez, después de un homenaje a Leopoldo Lugones, un viejo se le acercó y le dijo, en italiano: “¿Cómo le va”. Y ella lo miró con una cara recontrajodida y le dijo: “Chi vediamo en el cementerio“. Y el viejo se dio media vuelta despavorido. Porque tiene fama de bruja.
—¿Qué?
—Sí, de secar a la gente. Yo no soy esotérica, así que me da igual, pero tiene esa fama. Que seca a la gente. Mientras estábamos escribiendo el prólogo del libro del cura se le rompieron los caños de la casa, a mí se me dieron vuelta todas las hojas de libro. Yo no lo creía hasta que nos pasó.
“Soy medievalista. Algo adentro habita en las máquinas. ¿Vos creés en Dios? Tenés que creer, nena. ¿Porque así la vida es más fácil, porque te vas a hacer más buena? No. Tenés que creer, porque es”.
Después dice, en tono educadísimo:
—Ya me he fatigado, nena. ¿Podemos seguir otro día?
—¿Le parece bien la semana que viene?
—Marzo lo tengo un poco ocupado. Tengo dentista.
—¿El martes 13 de marzo?
Contempla, concentrada, un almanaque prendido a la pared con lo que parece ser un pinche con forma de Virgen.
—Bueno, el martes 13 está bien.
Toma una lapicera, abre un cuaderno y anota: “Martes 13”.
—¿A qué hora?
—A la hora que me diga. ¿Usted duerme la siesta?
Exagera un respingo, como diciendo “ésas son cosas de viejos”.
—Te espero el martes 13 a las dos de la tarde, porque la gordita se va a las tres, y si no está ella yo no puedo abrirte ¿Me cerrás la puerta cuando salgas?

Sus novelas
 Con su amiga Haydee Bambill
Su amiga Haydee Bambill dice: “ Aurora me dijo que podría haber sido una crítica literaria bastante buena, porque fíjate vos, esto fíjate, de este libro, dice, “para Haydee Bambill, que es parte de más de un capítulo de este libro”, de “Alma y Sebastián”, que nace de un cuento, que dice “baila, Seba, baila”, Su hermanito, que no tengo porque decir que era normal, pobrecito, era como si fuera un bicho, gritaba, gesticulaba, y vivió gracias a Aurora, como hasta los 10 años.(…)
Vamos a una cosa que en ella es reiterativa, a la muerte, cuando se muere una prima, ahí en “Las Primas”, ella por ahí, que yo lo tengo subrayado, dice, que por poco la envidia, a la que se muere, esteee, y después cuando se muere la tía más mala, que fue fantástico eso, (…)Y siempre vamos a los enanos, ese es otro tema reiterativo, que los tiene en “los Caserta”, y también acá,(en “Las Primas”) ahora, yo creo, que ella ha tenido, su familia, algunos enanos en la familia, algo en Sicilia, por ahí, porque ellos son de origen siciliano”.
Solía responder con picardía Aurora Venturini "En todas mis novelas vas a encontrar algo mío", autora de Las Primas; Nosotros, los Caserta; El marido de mi madrastra, y Los rieles, cuando se le preguntaba por el registro biográfico presente en su obra. Y no porque su escritura trabajara, en efecto, con el género de la autobiografía, sino todo lo contrario: aun en sus relatos más extremos, deformes o delirantes, podía percibirse -todavía se puede- su particular forma de ver el mundo. Tal vez el ejemplo más claro sea el íntimo homenaje a Flaubert que le obsequió en 2007 a aquella voz desconocida que la llamó para informarle que, a los 85 años, había ganado el Premio Nueva Novela del diario Página 12 ("Las Primas soy yo", fue lo que respondió la escritora).
Pero también es cierto que en las mujeres monstruosas o en las familias disfuncionales de Los Caserta y El marido de mi madrastra; incluso en la ensoñación frenética y endemoniada de Los rieles, también hay algo suyo. Algo que, de hecho, es mucho más personal: Aurora Venturini aseguraba haber soñado el infierno que describió en su última novela publicada y aseguraba, también, que todo aquello era cierto. Su gracia, tanto en la literatura como en la vida, era no definir de qué lado entre la vigilia o la ensoñación (o entre la razón y la locura) quería pararse.
—Yo ya había publicado antes cuarenta libros, pero esto fue una explosión. Ahora acá dicen que soy buena porque lo dicen en Europa. Son repugnantes, mirá. Vivimos en un charco inmundo.
Nosotros, los Caserta, la segunda novela que publicó en una editorial grande, cuenta la historia de María Micaela Stradolini Caserta, Chela, una niña superdotada, arisca, con un padre severo, una madre que no la quiere y un hermano deforme que sólo puede articular tres sílabas.
Nosotros, los Caserta parece escrita bajo la convicción de que la literatura es el ámbito para hurgar en el mal bajo todas sus formas […] Al leerla, es posible hallar un raro éxtasis de felicidad verbal, algo así como el perfecto cruce de un poema de Rimbaud con la puteada de un camionero en un mal día”, decía la reseña del suplemento ADN, del diario La Nación.
Nosotros, los Caserta es una novela brillante, provocativa, ambiciosa, deliberadamente anacrónica […] Venturini conoce en profundidad su oficio y aprovecha el pretexto narrativo para explorar formas de articulación y contrapunto entre fábula y ficción”, decía la reseña de la revista Ñ, del diario Clarín.
“Ahora la niñita —escribe en Nosotros, los Caserta —. Sostiene un canastito de mimbre con rosas de papel. Esa nena es la difunta de mí, el duende del huraño hemisferio de mis penas futuras […] Miro los zapatitos, en la foto, rojos con presilla. Se mojaron y quise secarlos con mi pañuelito fino y mamá me dio un coscorrón. Veo la cadenita de oro con el medallón de camafeo alpino que se enredó en la carterita de hilo de plata. Di un tirón y mamá volvió a pegarme”. La niña de la novela se enferma de rubeola, contagia a su madre embarazada y, como consecuencia del contagio, su hermano nace deforme. “Mi baboso hermanito, un bicho infame, aplaudía desde su oquedad sin remedio […] Su saliva, tan copiosa, iba dejando huella de caracol de la cama a la repisa”.
Las primas está narrada en primera persona por Yuna, una chica que vive con su madre maestra, una tía virgen y una hermana deficiente a quien un profesor ha dejado embarazada. La historia, cuyo telón de fondo son dos abortos, un asesinato y una prima tenebrosa y enana, navega, como es habitual en la obra de Aurora Venturini, entre deformidades implacables. “Vi sobre una mesa sobre un paño de seda un canelón —dice Yuna—. Que no era un canelón sino algo expelido por matriz humana, de otra forma el cura no bautizaría. Averigüé y una enfermera me contó que todos los años la pareja distinguida traía un canelón para bautizar. Que el doctor le aconsejó no parir ya porque aquello no tenía remedio. Y que ellos dijeron que por ser muy católicos no debían dejar de procrear. Yo a pesar de mi minusvalía califiqué el tema de asquerosidad, pero no podía decirlo. Esa noche no pude comer de asco”. Yuna narra ese mundo, en el que el horror es la norma, con una voz que reúne, en partes iguales, minusvalía, lirismo, candor y crueldad.
“En el instituto de Betina trataban casos muy serios —escribió en Las primas—. El niño-chancho, trompudo, caretón y con orejillas de puerco, comía en un plato de oro y tomaba el caldo en una taza de oro. Agarraba la taza con patitas gordas y unguladas y sorbía produciendo ruido de torrente acuoso derramándose en un pozo y cuando comía sólido movía las mandíbulas, las orejas, y no llegaba a morder con los colmillos que eran muy salientes como los de un chancho salvaje”.
—Ese chico con cola de chancho era verdad. Tenía tacita de oro. Debió haber sido de gente bien. Debió haber sido un pecado horroroso.
“En un gran cartón pinté un mapamundi dentro del cual un renacuajo flotaba tratando de defenderse de un tridente que intentaba traspasarlo y el renacuajo de repente parecía una semilla humana, un nene feo que minuto a minuto cambiaba a más lindo hasta que se hizo bebé y entonces el tridente lo pinchó en la barriguilla y él salió flotando hacia afuera del mapamundi. Ese cartón que mostraba varios aspectos de la aventura de ese pequeño ser fue muy estudiado y asimismo aprovecharon los sociólogos sociales para hacerme preguntas que yo contesté como mejor me pareciera para confundirlos. Creo que los confundí. Leí las conclusiones infantiles a que llegaron. Íntimamente me burlé de ellos, de sus poses y sus lástimas hacia mi persona. Cuando titulé mi obra creo que se hicieron cargo del error de interpretación: Aborto. Así lo titulé. Gané una medalla por Aborto“, escribió en Las primas.
En “Las primas” sigue:Mi mamá era maestra de puntero de guardapolvo blanco y muy severa, pero enseñaba bien en una escuela suburbana donde concurrían chicos de clase media para abajo y no muy dotados. El mejor era Rubén Fiorlandi, hijo del almacenero. Mi mamá ejercitaba el puntero en la cabeza de aquellos que se hacían los graciosos y los mandaba al rincón con orejas de burro hechas de cartón colorado. Raramente un malportado reincidía. Mi madre opinaba que la letra con sangre entra, en tercer grado la llamaban "la señorita de tercero" pero estaba casada con mi papá que la abandonó y nunca volvió a casa a cumplir obligaciones de pater familia. Ella asumía tareas docentes turno mañana y regresaba a las dos de la tarde. La comida ya estaba hecha porque Rufina, la morochita que oficiaba de ama de casa, muy consecuente sabía cocinar. Yo estaba harta de puchero todos los días. En el fondo cacareaba un gallinero que nos daba de comer y en la quintita brotaban zapallos milagrosamente dorados soles desbarrancados y sumergidos desde alturas celestiales a la tierra, crecían junto a las violetas y raquíticos rosales que nadie cuidaba, ellos insistían en poner la nota perfumada en aquel albañal desgraciado. Nunca confesé que aprendí a leer la hora en las esferas de los relojes a los 20 años. Esta confesión me avergüenza y me sorprende. Me avergüenza y sorprende por lo que ustedes sabrán de mí después, y vienen a mi memoria muchas preguntas. Especialmente viene a mi memoria la pregunta: ¿qué hora es? Verdad de verdades. Yo no sabía la hora y los relojes me espantaban como el rodar de la silla ortopédica de mi hermana. Ella, más cretina que yo, sí sabía leer la esfera de los relojes aunque ignorara leer en libros. No éramos comunes, por no decir que no éramos normales. Rum... rum... rum... murmuraba Betina, mi hermana paseando su desgracia por el jardincillo y los patios de laja. El rum parecía empaparse en las babas de la boba que babeaba. Pobre Betina. Error de la naturaleza. Pobre yo, también error y más aún mi madre que cargaba olvido y monstruos. Pero todo pasa en este mundo inmundo. Por eso no es lógico afligirse demasiado por nada ni por nadie. A veces pienso que somos un sueño o pesadilla cumplida día a día que en cualquier momento ya no será, ya no aparecerá en la pantalla del alma para atormentarnos ...................................................Y así fuimos cumpliendo años, pero yo asistía a clase de dibujo y pintura que el profesor de Bellas Artes opinó que sería una plástica importante a causa de que por ser medio loquita dibujaría y pintaría como los extravagantes plásticos de los últimos tiempos”. (Fragmento de "Las primas", Editorial Sudamericana, 2009.)
-Los hombres de Las primas son una porquería...
–Los hombres son una porquería. El macho piensa que la hembra es inferior. Si una mujer es un intelectual, el hombre tiene un erizamiento, por no poder ser como ella. Si no sabe cocinar, peor. No conozco ningún hombre, salvo Fermín, que no haya hablado mal de las mujeres y más de una vez. Si no es machina, es tonta, si no, es fea. No todos son iguales, claro. Fíjese. Los radicales tienen a la mujer en la casa y ellos salen de juerga; los conservadores han tenido empleadas a las que luego las han hecho sus esposas; los socialistas, no se casan.
¿Y los peronistas?
–Ah, no, nosotros tenemos de todo.
Hay un relato inédito, llamado El murciélago. Allí, Aurora Venturini escribe: “[…] Él vivía en City Bell y cuidaba el jardín de la quinta. Allí habitaba con su esposa y dos hijos. Supe esto un día aciago. Ayer, en abrazo intenso, me hubiera sepultado junto a él, yo que odio los sepulcros. Volvimos a encontrarnos cuando cumplí diecinueve años; delgada y juncal; universitaria, ya publicaba mis escritos […] No me he movido un tramo de aquella vez del encuentro […] Enamorarse del amor verdadero, del destinado, váyase a saber por qué prodigio es convertirse en caja de lata barata contra cuya superficie miserable y pobretona habrán de coincidir hasta los golpes más despistados”.
 “Aseguran que Carbúncula mató a su mamá. En mis momentos de gran melancolía, pienso que tuvo una buena razón para aniquilar a su vieja: el hecho de traerla al mundo […] Carbúncula nunca tuvo relaciones sexuales con nadie; podríamos decir que ha mantenido relaciones sexuales a distancia, con las tortugas del esfuerzo y del orgasmo. Carbúncula Tartaruga morirá virgen porque con sus deditos cortitos no ha podido romperse el himen”, escribió en un relato reciente llamado Carbúncula, que se publicó en Página/12 y que formará parte del volumen El marido de mi madrastra, que publicará en junio Mondadori. Cuando la mujer que inspiró el cuento —una vecina— leyó el periódico y la llamó para quejarse, Aurora Venturini le dijo: “¿En qué parte se reconoció, en esa que dice que mató a su madre?”.
 “Tengo para mí que es antihigiénico ayuntarse en pareja ocho horas. Exponiéndome a la crítica negativa, diré que los maduros matrimonios ayuntados toda la noche me dan asco; inconscientes, transpiramos, pateamos, gritamos. Creo que nos morimos al entrar en sueño profundo. Son ideas mías, tal vez sean ideas turbias y disociales”, plantea la narradora de uno de los cuentos de El marido de mi madrastra.
“Con el correr de las aguas bajo los puentes, se convirtió en algo parecido a una momia, conservada en vodka”, escribió sobre Joan Crawford en una de sus columnas. “Según nuestra opinión, si bien en algunos papeles acierta, ella es en la vida sólo una putilla elegante”, escribió en otra sobre Cécile Sorel.
Autora de más de treinta libros, incluidas novelas emparentadas con Las primas y trabajos críticos sobre poetas como Lautréamont, y una larga lista de premios en la Argentina y en el extranjero. Pero lo más sorprendente es, sobre todo, la singularidad de su estilo, cargado a la vez de humor negro y candor.
Un brutal y excesivo gesto de honestidad impulsa a la protagonista a consignar la fuente (el diccionario) cada vez que pone una palabra que no usó antes. Desmesurada y otra vez cándida respuesta a las discusiones últimas sobre el plagio, la intertextualidad y otras apropiaciones.
Y ahora, Aurora Venturini se apropiaba de la famosa falsa frase de Flaubert. El abogado del escritor lo había salvado argumentando que el narrador de la obra acusada de inmoral no suscribía la conducta irregular de su protagonista, dramatizaba un problema social, las palabras de Bovary eran de ella, Flaubert era el autor de una transcripción. “Madame Bovary soy yo”, la declaración teatral que pretende un rapto de soberbia, de hartazgo y de definición de literatura en tiempos de modernidad, aparecía de nuevo,
Ella contagia un deseo incontrolable de ser impertinente. Decirle allí mismo:
Aurora, ¿por qué tantas ediciones de cabotaje? ¿Por qué ninguna novela en alguna editorial importante?
–Porque no me gusta pedir. Y mucho menos, que me digan que no.
¿Hace mucho que escribió Las primas? ¿La había presentado a otro concurso?
–¿Mucho? No. Está fresquita. La empecé cuando Marta vino con el recorte de Página/12. Ella me dijo: “Acá tenés un concurso importante, es ideal para tu novela”. Y ahí entonces la empecé. La terminé dos días antes de entregarla. La mandamos con un remis. Tardé un poco más de dos meses. ¿Cómo la voy a presentar a otro concurso? No. Es una novela tan virgen como mi tía Nené.
¿Cómo se le ocurrió escribir una novela con párrafos enteros sin signos de puntuación?
–Porque estoy loca. Si pongo el signo se me va la idea.
Eso le pasa a Yuna, el personaje, no a usted...
–También me pasaba a mí. Es cierto eso que digo ahí de que yo no sabía la hora, tenía horror a los relojes, me espantaban.
¿Dónde está el límite? Tal vez ésa sea una de las preguntas incómodas a las que el jurado hacía referencia. Habla Yuna parece, y si no es, habla alguien que escribe todo el tiempo, incluso mientras habla. Da esa sensación cada vez que se refiere a la novela o a su familia. Aquí está la materia de su ficción: la infancia hostil, la deformidad, la locura, el desamor filial, una clase acomodada que la pone incómoda. Hay que leer Nosotros, los Caserta o Alma y Sebastián, por ejemplo, para saber que todos los fantasmas vuelven. Que la gramática también es un fantasma. Donde antes había una deficiencia mental, hay una niña prodigio, donde una prima ejercía la prostitución, ahora se ha instalado un abuelo que rescata a la más bella de los Venturini y se la lleva a Italia a que se rehabilite, a ver si se puede sacar algo sano de tanto infierno. Si hay que creer, con la torpeza que aporta lo literal, que Las primas es ella, de un momento a otro tendrá que hacer su entrada Petra, tal vez una de los más atractivos personajes de esa novela. La traicionera, la falsa vengadora del género, la carroña, la enana prostituta que se gana la vida con el sesoral. Pero Petra no aparece. Los personajes y las palabras van de un libro a otro y ya están también en el próximo que piensa escribir. “Las primas soy yo” parece una definición, parentesco literario y no precisión autobiográfica: eso que llama broncar y escribir durante 8 horas por día durante tantos años.
Venturini, bicho extraño en la escena literaria, salió del “closet” en el que estaba confinada recién en 2007, cuando ya era una narradora octogenaria que tenía más de treinta libros publicados en editoriales de cabotaje, ediciones de autor o sellos de existencia precaria. Esa mujer delgadísima de voz ronca tenía una trayectoria tan extensa como invisibilizada hasta que, como bromeaba ella misma, se puso de “moda”. En poco tiempo el fenómeno Venturini –que podría traducirse como autora descomunal y extravagante descubierta en la vejez– rompió las barreras nacionales y se expandió por España, donde Constantino Bértolo, entonces editor de Caballo de Troya, la publicó en 2009. La edición española de Las primas recibió el II Premio Otras Voces, Otros Ambitos. El escritor Enrique Vila-Matas planteó que quizá, tras el manuscrito de esa novela genial, “pudiera ocultarse el prolífico César Aira disfrazado de loca faulkneriana”. Como si fuera una extraña combustión entre una Silvina Ocampo alucinada y una María Elena Walsh retorcida, en la materia de sus ficciones o autobiografías delirantes están la infancia hostil, el rechazo filial y el desapego familiar, la locura y la deformidad; un universo que atraviesa a varios de sus títulos previos al fenómeno de una obra que también ha sido traducida al francés y al italiano, libritos agotadísimos como La Plata mon amour, Carta a Zoraida y Pogrom del cabecita negra, entre tantos otros títulos, anteriores al premio Nueva Novela.
En una de las paredes del comedor hay un póster —no una foto: un póster— de Borges, un afiche de la película The Kid, de Charles Chaplin, más diplomas (de la Subsecretaría de Cultura de la provincia de Buenos Aires, de la municipalidad de La Plata), un reloj de pared (nuevo), un póster de Gardel. Arriba de una mesa pequeña, en una de esas alteraciones de la lógica que sólo perciben las visitas porque los
El 23 de diciembre de 2007, en un artículo del diario El País llamado “Venturini se aventura”, el escritor español Enrique Vila-Matas contaba que Página/12 había elegido, entre seiscientos libros procedentes de Argentina, América Latina y España, una “novela radical, de largos párrafos sin puntuación alguna y un singularísimo estilo que mezclaba humor negro y candor […] Los componentes del jurado fueron imaginando que esta novela la había escrito una brillante y desquiciada joven de emergente genialidad […] y terminaron por premiarla […] Al abrir la plica descubrieron que la joven ganadora del premio de Nueva Novela era una señora de ochenta y cinco años”.
—¿Conoce a Vila-Matas?
—Él me conoce a mí. Pero yo no me acuerdo de él. Me gustaría ir a España. Yo iba siempre a Europa. Cuando empecé a tener independencia económica empecé a viajar sola. Iba a París y me encerraba en el Louvre. Ahora ya no puedo. Mi agilidad mental no la he perdido, pero después del accidente la agilidad para moverme la perdí.
El pasillo que lleva hasta el departamento donde vive Aurora Venturini empieza y termina con cuatro escalones. Eso quiere decir que, sin ayuda, Aurora Venturini no puede salir de su casa. Cada vez que alguien llega o se va, ella permanece sentada, al otro lado de la puerta, como un animal al acecho que despide o espera.
Lo que importa es todo lo que esas frases no dicen. Todo lo que hace que esta mujer de noventa años, que pasa la mayor parte el día sentada, inmóvil, produzca una inquietud inespecífica, calcárea.
—Es un monstruo, en el mejor sentido de la palabra —dice María Laura Fernández Berro—. Labura ocho, diez horas por día. Me hace leerle ochenta páginas de sus novelas y pone cara de arrobo con su propia escritura, como si estuviera escuchando música. En el último año le tipeé seis novelas y un libro de cuentos.
María Laura Fernández Berro es escritora, platense, tiene cincuenta y ocho años y ganó en 2010, con su novela La sangre derramada, el premio Aurora Venturini que, dotado con dos mil dólares, Aurora Venturini propicia desde hace diez años. Desde entonces, todos los sábados a las cinco de la tarde María Laura Fernández Berro llega a la casa de la Calle 37 y, entre cantidades modestas de champagne rosado que comparten, tipea la columna llamada Rescates, acerca de mujeres cuya historia merece ser recordada y que, desde que ganó el premio, Aurora Venturini escribe para Página/12.
—Ahora estoy pasando a máquina una novela inédita que se llama Pogrom del cabecita negra. Yo estoy asombrada con esta mujer. Cumple noventa y un años en diciembre. Dice: “Necesito dos años más, que son dos novelas más, y listo”. Yo llego a las cinco, y si a las cinco menos dos minutos no llegué, ya me llama por teléfono y me pregunta: “¿Dónde andás?”. Se desespera. Desde que se accidentó tengo llave de la casa, entonces entro y debe escuchar mis pasos por el pasillo, porque cuando abro está mirando hacia la puerta como un animal en su cueva. Y después es lo mismo. Ese animal mirando cómo te vas, hasta el próximo sábado.
El sol entra apenas, colándose por debajo de la persiana de plástico que separa el comedor del patio interno.
—La casa de la quinta era muy grande. A veces se metía un potrillo despistado. El caballo quería azúcar, pobrecito. Tenía una tía que les tenía miedo a los caballos y empezaba a los gritos. “¡Sáquenme a este monstruo!”. Siempre tuve caballo. Yo sé saltar, salto valla fija. Mi caballo se llamaba Macón. Estaba encantado, porque hablábamos. Yo puedo hablar con los animales. Ahora mandé a Página/12 un cuento que se llama Rebeca. Trata de mi araña.
—Su araña.
—Yo tenía una araña en el quicio de la ventana. Yo hacía bicicleta fija y la miraba. Un día vino con un compañero, un araño. Después ella salió embarazada, pero a él no lo vi más. Aparecieron sus descendientes. Una de las descendientes, que se llamaba Ariadna, también hablaba. Un día le pregunté a Rebeca dónde estaba el marido y me dijo que se lo habían comido. Eso es normal para las arañas. No hay que criticar. Cada cual tiene su manera. Costumbres. Después Rebeca murió. Entonces me hice amiga de Ariadna. Y me contaba cosas. Yo nunca le pregunté lo que habían hecho con el papá. Tengo un libro de poemas de López Merino, el primer poeta de La Plata. Estaba enfermo y se suicidó. Se usaba suicidarse en los años veinte, quedaba bien. Y adentro de ese libro hay un soneto que se llama “La araña”. Le comenté a Ariadna y quiso meterse en el libro a leer. Se metió. No salió más. Después de un tiempo abrí el libro y la encontré. Muerta. En el cuento pongo que lo que quiero significar es que todos tenemos derecho. Los anormales, los animales, los locos. Los sobresalientes. Todos tenemos derecho a la vida.
En la novela Los rieles reconstruye oníricamente las consecuencias del accidente que sufrió en abril de 2011, cuando se cayó en su casa, se fracturó varios huesos, estuvo internada meses y tuvo que aprender a caminar de nuevo. Un accidente que ocurrió, como ella escribió, “ya en el límite de todas la edades”. La voz que narra, como la escritora, es una suerte de garrapata incómoda, molesta, aferrada al lenguaje y a la rabia. “Soy una minusválida manual, para lo único que sirvo es para escribir. No sé pelar una papa, no sé barrer, no sé abrir un frasco. Soy una inútil y en mi familia hay esas minusvalías, pero no manuales, sino de otro tipo”, afirmaba Venturini para conectar su historia familiar con las semejanzas de Las primas, esa novela extraordinaria que escribió en sólo dos meses.

Su Psicología

Aurora Venturini nació en La Plata en 1922, en la universidad de esa ciudad estudió Filosofía y Ciencias de la Educación, disciplina que ejerció en el Escuela Normal Antonio Mentruyt de Banfield.
No era frecuente en esos años que una mujer pudiera acceder a la universidad, pero la joven –que pertenecía a una de las familias fundadoras de la ciudad– se graduó en Filosofía y Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de La Plata en los años 40.
Le gustaba contar, repetir, incluir pequeñas modificaciones cada vez que pasaba revista a su derrotero de vida:
Cuando me fui de la casa me empleé como maestra y a la vez estudiaba Filosofía y Ciencias de la Educación en la universidad. Yo sé aplicar el test de Rorschach, el de las manchas. En las escuelas donde yo trabajaba, todos los alumnos estaban rochartizados por mí.
Sobre Cristofedo Jacob: “Esta es una fotografía de mi profesor Jacob, Cristofedo Jacob, mi querido profesor de Antropología, que solo conversaba con los chicos sobresalientes, con otros, no, era alemán, de Baviera, la foto (dice atrás), “querido Profesor, Cristofedo Jacob, ¡Cuantos misterios que hay ocultos en la creación me reveló!”, los chicos le tenían miedo, cuando alguno no era muy inteligente, les decía “¿porqué no vas a hacer otra cosa en vez de estudiar?”,  no tenía mucha paciencia, había sido profesor de Perón en el colegio militar.”


Para ganarse la vida mientras iba a la universidad, daba clases en colegios secundarios y trabajaba en institutos y refugios que acogían a malformados y dementes.
—Yo iba a trabajar al Cottolengo de Don Orione, porque trabajaba en minoridad, en educación, me formé en Psicología. Es un lugar donde hay cosas tremendas. Atendido por monjas. Había una sirena, una mujer con las dos piernas juntas. A mí me atraían esas cosas. Los chicos que están pegados, que son siameses. Lo que se arrastran. Qué espanto eso.
Fue asesora en el Instituto de Psicología y Reeducación del Menor, donde conoció a Eva Perón. Su trabajo de psicóloga en la Dirección de Minoridad, allá por los años 40, haciendo frente a casos terribles de abuso o discapacidad que sirvieron de inspiración para sus personajes. La amistad con Eva Perón y cómo la había cuidado durante su agonía, soportando sus cambios de humor repentino y contándole chistes verdes que la hacían reír.
“Yo trabajaba en Minoridad y como había chicos muy inteligentes entonces le dije a María Elvira Caporale, la señora de Mercante, que era el gobernador de la provincia, que quería ver a Evita para proponerle que a esos chicos los sacáramos y los lleváramos al colegio y a la universidad, sin que los otros supieran de dónde venían, que se mantuviera el secreto. Y así la conocí y empecé a trabajar con Evita. En la bendita Fundación, que ojalá se hiciera nuevamente, había de todo: sacamos maestras, abogados, escribanos. No había remedio que Evita no pudiera conseguir, lo conseguía y lo mandaba a buscar adonde fuera. Muchos eran antievitistas y después la combatieron, pero no habrá otra igual. ¡Cómo me gustaría que abrieran los ojos y reabrieran otra vez aquella Fundación!”.
¿Qué hacía usted en el Instituto de Minoridad?
–Yo era asesora en el Instituto de Psicología y Reeducación del Menor. A los sobresalientes, los sacábamos y los mandábamos a la escuela. Evita es la que me permitió eso. De ahí salieron maestras, abogados. Médicos ninguno, no sé por qué. Lo malo era que los chicos no tenían que decir que eran de Minoridad, tenían que inventar que vivían en una pensión. Eso era tremendo y Evita no pudo con eso, estaba muy enojada por eso.
¿Cuál era entonces para usted el mejor recurso para integrar a los chicos?
–El cariño. Había chicos que habían matado. Comía con ellos, charlábamos de cosas. Y los viernes, los dejaba salir. Nunca me falló ninguno. Porque sabían que era verdad lo que les decía: “Si no venís el lunes, yo pierdo todo”. Si se enteraban de lo que hacía, me mataban. Ellos siempre me cuidaron. Había maestras, preceptores, médicos. Si alguien llegaba a tocar a un chico, yo lo dejaba cesante enseguida. Evita me ayudó mucho con esto. Los chicos ahí tenían una familia y sobre todo, comían bien. Hasta los médicos comían ahí con ellos.
“Porque yo trabajaba en minoridad, y los chicos de minoridad, ¿saben cómo son? ¿no? Fueron mis mejores amigos, nunca me dieron trabajo, yo tenía los peores, como dicen, porque eran los asesinos, los del Almafuerte, entonces los manejaba a veces con palabrotas, yo me recibí de profesora a los 24 años, pero después hice el doctorado, Evita Perón me dio las horas de clase, en la numero 1, entonces, me dieron el peor de los cursos, un quinto año, donde los chicos tenían 18 años, 19 años, porque sabían que los habían echado de todas partes, había chicos deshoneidados hasta del colegio militar, eran tremendos, eran profesores que no podían entrar, y yo tenía 24 años, la directora me dijo, si aguanta va a seguir, si, le voy a aguantar, ya venía la baqueteada de haber trabajado con los del instituto desde los 17 años, así que estos pavotes para mí, aunque tenían 20 años no significaba ningún de terror, aquellos eran peludos, con uñas, estos, eran pues…bueno, yo fui con un vestidito color té con leche, con zapatitos lindos, bien peinada, cuando entro, uno hace “fui – fuiu”, empezaron a decirme que me iban a tomar el pelo, entonces dije yo, ¿quién fue el pelotudo que chiflo? Casi se mueren, se miraban uno a otro y, diciendo, ¿qué es esta bruja? Se portaron bien toda la vida, fuimos amigos, pero, hace poco, uno de 67 años, lo encontré por la calle, y me dijo, cuando vd nos dijo eso, no lo olvidamos nunca, porque vd era como nosotros, una chica, y nos dejó duros, ¡y como la respetamos! Mirá, por una palabrota, (dice a los que las escuchan en ese momento), bueno, si quieren, pueden reírse”. 
Formó parte de las Ediciones del Bosque de La Plata, junto a María Dhialma Tiberti y otros grandes escritores de esa ciudad

Su exilio en compañía de Sartre y Simone de Beauvoir

Luego estudió Psicología en la Universidad de París, ciudad en la que se radicó durante 25 años tras la Revolución Libertadora, ciudad en la que se autoexilió durante 25 años tras la Revolución Libertadora. Vivió en compañía de Violette Leduc y trabó amistad con Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus, Eugène Ionesco y Juliette Gréco; en Sicilia frecuentó la amistad de Salvatore Quasimodo.
Ha traducido y escrito trabajos críticos sobre poetas como Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, François Villon y Arthur Rimbaud, traducciones por las cuales recibió la condecoración de la Cruz de Hierro otorgada por el gobierno francés.
Sobre los existencialistas franceses dice: “por cierto que yo no profesaba la filosofía existencialista, porque yo soy católica, pero los aceptaba porque eran ellos, y eran la época, fue la época que me costó vivir, vivir con alegría, mi exilio”.    
Se empeña en dar nombres, siempre los mismos, y se empeña en contar, de esos nombres, siempre las mismas cosas: que Sartre lloraba cuando iba al cine a ver El muelle de las brumas, que Maurice Chevallier cantaba cuando compraba el pan.
-¿Por qué se fue a vivir a París?
–Cuando me fui a París yo volvía de París, de un viaje de placer que hice en barco con unas amigas. Estaba la Libertadura. Me tuve que ir para que no me mataran.
-¿Cómo se integró con tanta facilidad?
–¿Cómo no? Los franceses eran muy amables con los argentinos educados que sabíamos hablar francés y que tenían tipo francés.
-¿Por qué estudió Psicología y no Literatura?
–Yo no quise Literatura porque eso ya sabía. Quería entrar en las cosas misteriosas. Siempre me gustó el ocultismo. La psicología en parte es eso, ¿o no?
-¿Mucha vida loca en París?
–Me atacó la fotofobia porque vivíamos encerrados trabajando en el Instituto de París. Pero sí, mucho descontrol. A la noche salíamos de juerga. Camus, por ejemplo, era un jodón. Natalie, la hija de Sartre, que cargaba con la desgracia de que le mataron a su novio judío, después se casó con Camus, tuvieron una nena. ¡Y el pernod! Aquí la Ley Palacios dijo basta. Pero allá no llegó la Ley Palacios. Tomábamos cantidades, a tal punto que nunca volví a tomar alcohol. Me acuerdo ahora de Juliette Greco con el pelo larguísimo cantando completamente desnuda a pesar del frío. Qué linda era. Éramos gente muy divertida. No hay libro más gracioso que La náusea, ¿o hay?
-¿Ud. fue amiga de todos estos monstruos existencialistas?
–No, amiga no. Los conocí. Con la que compartí cuarto es con Violeta (Leduc). Era tremenda, desordenada, muy triste, pobrecita, me perdía las llaves constantemente. Desaparecía días enteros. Vivía su propia obra. La bastarda, por ejemplo, es ella misma, era hija ilegítima, su padre nunca la reconoció. Se había enamorado como loca de un albañil. Desapareció varios días de casa y cuando volvió supe que la habían agarrado entre varios, el albañil y otros más. Creo que fue su fin. Yo me vine para acá porque me dijeron que mi madre estaba enferma y al final no era nada. Cuando volví a París Violeta ya se había muerto. Yo estoy segura de que se suicidó.
-¿Simone?
–Simone era una señora. Me acuerdo que tenía un amante norteamericano y que Jean Paul lo sabía. El se quiso casar con ella y ella le dijo que no. Aunque pienso que lo quería. Una vez me dijo: “Jean Paul se conforma con una hoja y un lápiz, no me necesita a mí”. Y era verdad. Yo también soy así. Lo único que quiero son las letras. No he amado a nadie. Con Fermín nos llevábamos bastante bien. Con mi primero marido estuve 30 años casada. Igual que en Las primas, ella nunca siente nada.
—¿Cuánto tiempo estuvo en París?
—De 1955 a 1975. No quería volver. Ya me había acostumbrado.
—¿Y por que volvió?
—Por esas cosas que hay alguno enfermo, que se dice que se va a morir. Cosas de familia.
—¿Quién era la que se iba a morir, su madre?
—Decían. Pero no pasó. En París estuve con Sartre, con Simone de Beauvoir. Qué buen tipo Jean Paul. Era bizco, pero interesante. Yo vivía al lado de la panadería donde Maurice Chevallier iba a comprar baguettes.
Aquel exilio en Francia durante, y todos esos años de trabajo paciente en los que fue dando forma a sus "más de 40 libros" que quedaron ahí, a la espera,
Fue profesora de filosofía en el Escuela Normal Antonio Mentruyt de Banfield.

Su vejez


 Ibamos a estar mejor en el escritorio, ofreció amable, entonces seguimos adelante por la casa que amenaza constantemente con patios internos, con luces verdes que vienen de los toldos, retratos de ella joven, retratos de Eva, de Fermín Chavez, su esposo, que pobrecito, murió hace poco.
A través de una persiana de plástico que permanece a medias baja, detrás de un televisor grande y viejo, se ve un patio con algunas plantas sumergidas en el reverbero pesado de los mosaicos al sol. La casa es modesta: comedor, baño, cocina, patio interno, dos cuartos. Todos los ambientes, excepto el comedor, son despojados: en la cocina no se ven adornos, en el cuarto hay una cama chica, una mesa de luz y una silla de madera. En el estudio, que desde el accidente ya no usa, hay una biblioteca con ediciones viejas, a punto de desintegrarse.
—Yo ya no leo a mucha gente nueva. A los del jurado sí, los leí a todos. Pero me estanqué en Dostoievski, en Pasternak, en Miguel Ángel Asturias, en Flaubert.
—Pero no soy vieja. No siento mi edad porque no la tengo. Y soy natural, no me hice nada. Este cutis es mío
Hace un silencio.
—Tengo cinco plásticas, nena. La última me la hice hará veinte años. Pero tenía una linda piel. Mis enamorados decían que nunca habían visto otra igual. ¿Tenés que preguntarme más cosas?
—No, ya la dejo tranquila.
—No me intranquilizás en absoluto.
Y cuando dice “gorda” hace un gesto con la cabeza hacia la cocina, donde la mujer que la ayuda llena un balde con agua.
—¿Y los cuidados de estas personas los paga usted?
—Sí, yo tengo una buena pensión. Yo soy peronista y me ha costado mucho ser escritora por eso. Hay diarios que no tienen en cuenta la calidad del que escribe sino otras cosas. Yo fui amiga de Evita Perón, trabajé en la Fundación Eva Perón y eso me puso a muchos en contra. Después, en 1955, me fui a París.
Aurora Venturini sale del baño, ignora la silla de ruedas, se apoya en el caminador, una estructura de metal con la que puede dar algunos pasos, y entra el cuarto donde están la biblioteca y su escritorio. En los estantes de la biblioteca hay viejas ediciones de Dostoievski, Stendhal, Flaubert, Kafka, Almafuerte, libros de Mika Waltari, Manuel Mújica Láinez, Miguel Ángel Asturias, novelas como Entrevista con el vampiro, de Anne Rice, y títulos como Los cortejos del diablo o El fracaso de los brujos. En una de las paredes, una foto de Fermín Chávez. En otra, una de su penúltima perra, Bárbara, que, al morir, fue reemplazada por otro perro que también murió.
—Tuve muchos perros. Pero dan trabajo. Uno los quiere.
 “Yo escribo dos o tres hojas y después se lo leo a Marta”. Marta Darhanpé Baliño dice que cuatro ojos ven más que dos, pero que igual, con Las primas, no tuvo que corregir nada porque Aurora esta vez eligió las palabras justas. Y cuando dice eso mira mecánicamente hacia la máquina de escribir. Ahí está la culpable del aspecto anticuado, los espacios corridos, el liquid paper, atributos misteriosos con los que la novela se presentó al concurso.
¿La escribió acá?
–Sí. Siempre escribo acá. O si no, en la otra que está allá en el patio. Igual, es la primera vez que escribo una novela completamente a máquina. Hasta ahora había escrito llenando cuadernos y cuadernos, borrando y tachando, reescribiendo varias veces. En cambio a ésta la hice de un tirón. ¿Computadora? No. No quiero nada de eso acá. Les tengo temor. Soy medievalista. Algo adentro habita en las máquinas. ¿Vos creés en Dios? Tenés que creer, nena. ¿Porque así la vida es más fácil, porque te vas a hacer más buena? No. Tenés que creer, porque es. Nunca usé computadora. Yo compré tres y las regalé. Vino un señor a enseñarme. Pero no entendí nada. No es mi idioma. Ya no.
Hace un gesto señalando la silla de ruedas, como si fuera un estorbo amable al que se le pueden perdonar algunas cosas.
—Voy a ir al baño.
—¿La ayudo?
—No, por favor.
Maniobra la silla de ruedas, la estaciona frente al baño, abre la puerta, se pone de pie, entra y, con la autoridad que le da tener noventa años y estar en su propia casa, hace pis con la puerta abierta.
El 27 de abril de 2011, cuando tenía ochenta y nueve años, Aurora Venturini resbaló en el cuarto de su casa y se rompió la cadera. Cuando llegó a la clínica la desahuciaron pero ella, después de permanecer tres días en coma, despertó e inició un largo camino de recuperación alimentado por su voluntad de golem y su odio hacia los quinesiólogos.
—Yo decía: “Voy a volver a caminar”, y mi cuñado, casado con mi hermana Ofelia, que es un médico brillante, me decía: “No, no vas a volver”. Y volví.
—¿Quién la cuidó mientras estuvo internada?
—Mi cuñado médico, un sobrino médico. Una sobrina médica.
—Se ocupan de usted.
—Bueno. Son médicos. Buena gente. Pero médicos. Para volver a caminar tuve que hacer las cosas más increíbles. Hay que ver lo que son los quinesiólogos. No tienen piedad. Ahora camino un poco, pero no puedo sin la silla o el caminador. Son las pruebas de Dios.
—Qué prueba amarga.
—Todas las pruebas de Dios son amargas.
Aurora Venturini vive sola, se ducha sola, se viste y se desviste sola, pero durante el día tiene la ayuda de esta mujer —que limpia, compra, cocina— y, por las noches, otra se queda a dormir.
—Con la gente de la noche no hablo. No es por despreciar, pero no tengo tema. Yo nunca me enfermé. Todos los accidentes me vinieron de afuera: una vez me asaltaron, me empujaron y me rompí el coxis; otra me caí de un colectivo y me rompí entera. Como soy un esqueleto, me rompo los huesos. Si fuera gorda me machucaría.
Aurora Venturini está de pie en el comedor de su casa de la Calle 37, en la ciudad de La Plata, un departamento identificado con el número uno, en una planta baja, al fondo de un pasillo estrecho. Tiene las manos apoyadas en una mesa redonda cubierta de papeles y libros. A un costado, sobre una repisa, hay un teléfono rojo. Todas la paredes son de color blanco, excepto una, color rosa viejo, y están repletas de retratos, adornos, diplomas y premios que se multiplican en profusión botánica: un diploma de honor de la Asociación de Escritoras y Escritores Católicos, de 1969; otro del Fondo Nacional de las Artes, de 1990; otro de la Sociedad Argentina de Escritores; un retrato de Eva Perón; un angelote del que pende un rosario; una imagen de Cristo; una foto de Aurora Venturini en Nápoles, en la que el viento, una falda larga y un par de zoquetes con zapatillas le dan aspecto de turista desquiciada.
Para quienes no conozcan a Aurora Venturini, este documental (del que sus propios directores fueron echados) sirve como iniciación a su mundo y a su obra. Para sus seguidores, sin dudas, será una buena oportunidad de encuentro con este personaje maravilloso. Habrá que ver Beatriz Portinari –seudónimo con el que se presentó al concurso organizado por este diario–, el documental de Agustina Massa y Fernando Krapp, “el grupo de vinchucas”, como los definió con esa lengua tan venenosa que podía tener según la ocasión, que fueron echados por la escritora platense, cuando decidió concluir con la experiencia de filmarla en su casa. El mundo de Aurora nunca fue previsible ni se movió en los parámetros de eso que se suele llamar “normalidad”. En ese documental se percibe cómo ella maneja los hilos, el clima y la información que suministra a su antojo, sin importar las contradicciones que asoman cuando los directores descubren que el padre de la escritora no había tenido caballos ni había perdido una casa jugando en el hipódromo, como afirmó en algún reportaje. En la pendiente de un documental trunco, los directores capitalizaron cada una de las escenas que pudieron filmar con Venturini y los testimonios de Juan Ignacio Boido, Liliana Viola y Haydée Bambill, entre otros. El diálogo entre la escritora y el párroco Carlos Alberto Mancuso del templo San José, especialista en exorcismos que le sacó el hábito de fumar, es literalmente imperdible. “Les aconsejo que cuando se les caiga el alma y sientan que están por morirse, se agachen, la levanten y se la pongan de nuevo”, recomendaba Venturini.
Aurora Venturini murió en la misma ciudad de La Plata donde había nacido hacía 92 años.
Como dice un personaje de uno de sus cuentos, era “una comida muy dura para la muerte”. La autora de Las primas, murió a los 92 años. “Se va lo que se pudre, por eso ya hice el trámite: me anoté en el crematorio, con cajón y todo. No quiero que me muerdan los gusanos, que ya en vida me han mordido bastante –recordaba Venturini en una entrevista de este diario–. El señor que me atendió me preguntó: ‘¿Trae el cuerpo para cremar?’ ‘Sí, el mío, pero vas a tener que esperar’. Llené la planilla, entonces escribí mi necrológica, lo único que no puse es la fecha porque no sé cuándo me voy a morir. Pero escribí: ‘Sus restos fueron cremados y sus cenizas, esparcidas en el bosque de La Plata, ciudad a la que amó tanto’. Tal cual. El muchacho me miraba. ‘Nunca me pasó algo igual’, me dijo. ‘Ah, yo soy muy original’, le dije. Después me compré el cajón, pero le dije que quería algo baratito, total va al horno. Yo soy diferente.”

Algunas conclusiones

Si bien ella corta conversaciones, se pueden reconstruir algunas cosas. Donde se da por supuesto, que su madre no la ha querido, que tuvo un hermano con una deficiencia, y que la madre la culpaba a ella de esa deficiencia porque ella había tenido escarlatina o difteria y la había contagiado durante el embarazo. Ella es un iceberg y sólo se conoce lo que está sobre la superficie del mar, recortes de ella. De esos recortes, se arma Aurora Venturini.
Sus fantasmas vuelven, ¿cúales son?, ella no lo dice, pero puede percibirse que algunos son: su tía ingrata, su padre y los retardados familiares, que acompañaron a su familia.
Su escritura trabaja el género de la autobiografía: en sus relatos más extremos, deformes o delirantes, se puede percibir su particular forma de ver el mundo.
En las mujeres monstruosas o en las familias disfuncionales de Los Caserta y El marido de mi madrastra; incluso en la ensoñación frenética y endemoniada de Los rieles, también hay algo suyo. Algo que, de hecho, es mucho más personal: aseguraba haber soñado el infierno que describió en su última novela publicada y aseguraba, también, que todo aquello era cierto. Su gracia, tanto en la literatura como en la vida, era no definir de qué lado entre la vigilia o la ensoñación (o entre la razón y la locura) quería pararse.
Le gustaba contar, repetir, incluir pequeñas modificaciones cada vez que pasaba revista a su derrotero de vida.
Obtuvo el premio por su trabajo Las primas, llena de picardía y gracia, vitalidad y misterio, con un gran carácter y lucidez, esta mujer que a lo largo de sus noventa y un años nunca paró de escribir, tuvo una vida totalmente ligada a la literatura y a la historia del siglo XX.
La monstruosidad de la genialidad elude la abulia del entendimiento. No habrá otra escritora igual, tan extrema y desconcertante, tan anómala como revulsiva. No era “normal” Aurora Venturini. Le gustaba coquetear con su excentricidad, jactarse de ser un “bicho raro” y componer versiones discordantes de su vida, como si protagonizara las deformes tribulaciones de una perversa heroína.
Puedo observarse que mezcla entre literatura y psicología, ha construido un estilo singular, que es el que preparó durante años, donde se nota que cuando más revulsión provoca su lenguaje, es cuando más efecto está produciendo.
En definitiva, al leerla no se puede percibir una diferencia entre sí estaría delirando, recordando, o inventando su historia, y en ese atractivo de lo incierto se encuentra el encanto de su estilo, que ella mismo perfeccionó.

El documental de su vida se encuentra en el siguiente link:
http://www.cinemargentino.com/films/914988728-beatriz-portinari